Por David Uriarte /
Ya dejémonos de pasiones e ideologías encontradas, veamos en blanco y negro, contrastemos hechos contra dichos. Si hay algo que preocupa a propios y extraños es el galopante índice de violencia e inseguridad en México. No se trata de juicios sumarios, o linchamientos políticos, se trata de vidas humanas que se extinguen todos los días en manos criminales.
No es un caso que deba medirse con el racero de la vergüenza, pero lo inimaginable está pasando: grupos armados, delincuentes encapuchados, y a veces con el rostro descubierto, mandan mensajes al gobierno, a la sociedad civil; hacen grabaciones caseras y las difunden en redes sociales como advertencia de su poderío y control.
Ellos se defienden solos, tienen dinero, armas y una red de espionaje que burla la inteligencia gubernamental. No le temen a la ley por eso no la respetan, no le temen al brazo de la justicia por eso lo burlan; se exhiben como si tuvieran una protección divina.
En cambio, al ciudadano común solo le queda pedir o suplicar, según su creencia religiosa o convicción política, que no le toque a él o su familia la desgracia.
La ecuación de la violencia e inseguridad en México tiene dos valores evidentes, la ausencia de miedo a la ley por parte de del crimen organizado, y la súplica del nuevo régimen de gobierno para que se porten bien.
Esta escena no es sacada de una película de ficción, es la película que se está rodando en la locación que se llama México, los actores principales son el crimen organizado con el papel protagónico y el régimen político con el papel antagónico.
Los artistas de reparto son 120 millones de mexicanos que todos los días salen a escena con la esperanza de que no les toque un levantón, un secuestro, una extorsión, una violación, un robo o una masacre, donde ellos o sus familia se vean involucrados.
Ya en serio, dejemos las calenturas propias de una pasión política y busquemos dos cosas: que la suerte nos aleje de los riesgos de perder la vida, la integridad o los bienes; y que el presidente cambie su discurso de súplicas, que deje de predicar y haga uso de la fuerza del estado.
Ya en serio, la inseguridad y la violencia en México no se acaban con súplicas.