Por David Uriarte

  

La sexualidad es una variable que siempre se asocia a otra -u otras- variables, es decir, la sexualidad siempre se relaciona con otras condiciones que la hacen fluir o la frustran. Una sexualidad sana, es una sexualidad que se disfruta, en cambio una sexualidad enferma, es la que se padece.

Padecer por la orientación sexual, la respuesta sexual, el desamor, o la infertilidad, es ‘nada’ a cuando se vive una sexualidad impregnada por la violencia. La sexualidad de los sociópatas o delincuentes y sus parejas, de entrada, es una sexualidad diferente.

Pero la sexualidad de personas sujetas al estrés postraumático -cuando exponen sus vidas o quedan en medio del fuego cruzado-, es una sexualidad disminuida envuelta en emociones que disparan la ansiedad y neutralizan el vigor físico y sexual de cualquier persona “físicamente sana”.

La fisiopatología o disfunción de la sexualidad en las personas víctimas de la violencia social, afecta la vida de relación a través de un desempeño de la vida erótica disminuido o incluso ausente.

Las emociones derivadas del recuerdo traumático, del riesgo vivido y la conciencia de haber podido perder la vida, generan una descarga adrenérgica, es decir, liberan adrenalina y noradrenalina, sustancias químicas que de entrada van a cerrar los vasos sanguíneos y evitar la erección en el hombre y la lubricación en la mujer.

Insomnio, pensamientos catastrofistas, llanto fácil, o labilidad emocional, acompañan a las personas expuestas al riesgo inminente de perder la vida a balazos; mientras las imágenes y el recuerdo habiten la mente de estas personas, la sexualidad estará afectada de manera moderada o severa.

Se puede afirmar que otra víctima de la violencia, es la sexualidad humana que se afecta a través del famoso sistema nervioso autónomo, principalmente su división simpática.

El estrés de la activación del sistema nervioso simpático es el responsable de someter al deseo, la excitación y al placer sexual, por eso, no es cosa menor haber estado cerca de la tragedia; cada recuerdo con su intensidad vuelve a activar el mecanismo liberador de las famosas catecolaminas que inhiben a la sexualidad convirtiendo a la persona un rehén de su propia experiencia.