Íbamos corriendo, yo, como siempre, viendo cuán interminables parecían los árboles alrededor de la carretera. Aunque no traía mi reloj, conocía bien esos caminos de las 2, 3 de la tarde. El tiempo era de un domingo en el ombligo del bosque de niebla. Sentía la ligereza de la neblina bajar un poco como queriéndonos abrazar. Voltee a verle y sentí lo mismo que la primera vez que me dijo: “ya no te preocupes por eso, ya estoy yo contigo.”
Aunque yo ya sentía el hambre cada vez más insistente, no dejamos la marcha, valdría la pena a donde íbamos.
De pronto entramos en el túnel. Como desde el principio de nuestro camino, siempre fuimos muy pocas las caras avistadas. Entre las luces rojas de algunos coches desaceleramos para caminar sin pensar en la prisa de ver de nuevo la luz al final del túnel.
-¿Ya salimos? – Desde que quise llevar lo nuestro a otro nivel, dejé de sentirme en la comodidad de responder lo primero que se me ocurría para mejor darme el tiempo de pensarlo y darnos verdadero sosiego y confianza. Esta vez no supe qué responder y seguimos caminando.
Cada vez estaba más obscuro y empecé a sentir miedo y nostalgia. Una voz gritó -¡Se fue la luz! -, y cuando voltee para tomar su mano en las tinieblas y no verle próximo, casi por dejarme vencer por esos tantos años de tragedia ansiosa, otra vez traje a mi mente sus mejillas rozando mi torso, diciéndome -¡Papi, tú canción! – y empecé a escuchar, de algún lado del túnel o del fondo de mi cabeza, “El Papiripau”.
De pronto desperté y sentí sus brazos abrazando mi torso. En ese momento me di cuenta, casi como una epifanía, de tres cosas muy importantes: 1. Nunca volveré a dudar de su amor. 2. Cuando una persona, no importa el tiempo, quiere evitarte el sentir tristeza o dolor, sabrás que puedes aún quedarte ahí, y viceversa.
La tercera… hace mucho leí algo como “nunca cambies por alguien, siempre se tu mismo.” Justo cuando sonaba su alarma y se incorporaba para prepararse e irse a trabajar, le susurré en la frente tan bajito para que pudiera bien memorizarlo: 3. “Gracias, tú me haces querer cambiar todos los días y ser mejor para mí, para los demás y para ti. Casi en ese orden, porque no eres egoísta, tanto que quieres seguir aprendiendo. Eres benigno; no sientes envidia, no eres jactancioso y no te envaneces. No te irritas, no guardas rencor; no te gozas de la injusticia, mas en mí, en ti y en lo nuestro crees.”
Después de hacerme el dormido, con los ojos entre abiertos, vi cómo sonreías viéndome acostado.
Otra cosa que hace mucho leí: “También el amor se aprende”, y seguimos contando.