Por David Uriarte /
Para la evolución filogenética de la especie humana, mil años es un segundo, en cambio, para la evolución ontogenética, es decir, para la evolución de cada individuo las cosas son distintas, cada segundo cuenta, es una oportunidad que no regresa, es un espacio de aprendizaje y adaptación.
Una cosa son las relaciones coitales o sexuales como se les conoce, otra cosa es la fecundación, otra el embarazo, otra el nacimiento, y otra la crianza de los hijos. Si las relaciones sexuales cuyo objetivo es el placer, terminan en fecundación, es posible un embarazo, si el embarazo es no planeado, no deseado y no querido, aun así, puede haber nacimiento y crianza, el tema aquí es la crianza derivada del sentimiento o la vocación de maternidad.
Una cosa es la capacidad reproductiva de la mujer desde el punto de vista biológico, y otra la vocación o identidad con la maternidad desde el punto de vista psicológico, con la construcción de significados alrededor de la maternidad y con las representaciones internas de ser mamá.
Hay madres que han dado la vida por sus hijos y madres que sólo han dado al mundo un hijo, es decir, no todas las madres sienten y piensan igual, mientras los niveles altos de oxitocina, una neurohormona liberada en el cerebro de la mujer construye el vínculo afectivo de la madre con su hijo, la disminución de esta neuro-hormona junto con otros cambios psicológicos pueden hacer de la maternidad una desgracia.
A las mujeres que tiran o abandonan literalmente al recién nacido, algo les pasa en el cerebro, algo sucede con su sentimiento de maternidad, ahí empieza el viacrucis de la crianza y el cuidado parental.
A diferencia de muchos mamíferos que al nacer caminan, los humanos dependen totalmente del cuidado parental, nacen indefensos, necesitan seguridad y protección al cien por ciento por lo menos los primeros años de la vida, incluso hay hijos que siguen dependiendo del cuidado parental hasta la vejez cosa que no sucede con otros primates.
El cuidado parental marca la vida de la persona, la sensación o sentimiento de rechazo es una de las primeras cicatrices emocionales que sólo se puede evitar con una maternidad sana.