En no pocas sesiones para padres se comparte una situación como la siguiente: ¿Qué puedo hacer para que mi hijo ordene sus juguetes después de usarlos? -Dígale que los ponga en su lugar- le conteste, -Ya se lo digo, pero no me hace caso y no lo hace- respondió la madre con voz de derrotada.
– ¿Cuántos años tiene el niño? – le pregunté.
– Cinco años – afirmó ella.
Generalmente suele ser la madre quien expone el caso aunque estén los dos. El padre simplemente asiente, con un silencio, afirmando con la cabeza, porque el problema es de los dos.
Tener y ejercer bien la autoridad, es básico para la educación de nuestros hijos
¿Qué ha pasado para que en tan pocos años una pareja de personas adultas, hayan devaluado el capital de autoridad que tenían cuando nació el niño?
Hay actuaciones paternas y maternas, a veces llenas de buenas intenciones, que minan la propia autoridad y hacen que los niños primero y los adolescentes después no tengan un desarrollo adecuado y feliz con la consiguiente angustia para los padres. El padre o la madre que primero reconoce no saber qué hacer ante las conductas disruptivas de su pequeño y, luego, siente que ha perdido a su hijo adolescente, no puede disfrutar de una buena calidad de vida, por muy bien que le vaya en los ámbitos económico, laboral y social, porque ha fracasado en el “negocio” más importante: la educación de sus hijos.
Tener y ejercer bien la autoridad, es básico para la educación de nuestros hijos. Debemos marcar límites y objetivos claros que le permitan diferenciar qué está bien y qué está mal, pero uno de los errores más frecuentes de padres y madres es excederse en la tolerancia.
Y entonces empiezan los problemas. Pero decir excederse en tolerancia o falta de exigencia no queda tan claro como si precisamos algunos errores que debilitan o disminuyen nuestra autoridad: la permisividad, ceder después de decir NO, el autoritarismo, falta de coherencia, gritar, golpear, no cumplir las promesas ni las amenazas, no escuchar, exigir éxitos inmediatos.
Algunas ayudas sencillas pueden aligerar el problema y ofrecer un mejor desarrollo para nuestros hijos unas relaciones familiares con armonía:
- Tener unos objetivos educativos claros, compartidos por el matrimonio y pocos.
- Enseñar con claridad cosas concretas. No se vale decir “come bien”. Lo que sí se vale es darle con cariño instrucciones concretas de cómo se coge el tenedor.
- Dar tiempo de aprendizaje de los hijos.
- Valorar siempre sus intentos y sus esfuerzos por mejorar, resaltando lo que hace bien y pasando por alto lo que hace mal.
- Dar ejemplo para tener fuerza moral y prestigio.
- Confiar en nuestros hijos.
- Actuar y huir de los discursos. Una vez que el niño tiene claro cuál ha de ser su actuación, es contraproducente invertir el tiempo en discursos para convencerlo. Actúe consecuentemente y aumentará su autoridad.
- Reconocer los errores propios. El reconocimiento de un error por parte de los padres da seguridad y tranquilidad al niño/a y le anima a tomar decisiones aunque se pueda equivocar. Los errores enseñan cuando hay espíritu de superación en la familia.
El tema del ejercicio de la autoridad en la familia tiene muchos matices por tratar y estos consejos servirán siempre y cuando pongamos por delante un amor responsable a nuestros hijos y el sentido común. Ambos elementos muy importantes en la actuación humana y por tanto en las relaciones familiares.
El amor hace que las técnicas no conviertan la relación en algo frío, rígido e inflexible, superficial y sin valor a largo plazo. El sentido común es lo que hace que se aplique la técnica adecuada en el momento preciso y con la intensidad apropiada, en función del niño, del adulto y de la situación en concreto.