Por David Uriarte /
El costal de los recuerdos tiene dos compartimentos, los rencores, y las alegrías. Las alegrías no necesitan muchas reflexiones, recordar eventos, escenas, o momentos que motivaron el sentido de vida y ratificaron el destino personal, son cosas esperadas mientras aparece la poco esperada: la muerte.
Los rencores o resentimientos, sólo cobran su factura cuando de manera intrusiva aparecen en la mente, son producto de los fracasos, de objetivos truncados o no cumplidos, se mantienen en el tiempo y contaminan el sentido de vida, amargan el destino, son como la gota de tinta que oscurece la jarra de agua transparente.
El precio de los rencores lo paga quien los experimenta, pero también hay daños colaterales, víctimas inocentes, aquellos que nada tienen que ver con esos rencores anidados en la mente de quien sufre por lo irreparable, por un pasado que se hace presente y tortura la aspiración de cualquier ser humano: su felicidad.
Vivir con rencores es una cosa, y vivir con rencores y tener poder es otra; el rencor en las manos del que ejerce el poder en cualquier sentido, es un arma por lo menos disuasiva, y en el extremo, es un arma que aniquila esperanzas colectivas.
Cualquier gobernante en el ejercicio del poder que le confiere su investidura, debiera estar libre de rencores, de otra manera, aplastará con el martillo de sus decisiones parciales, de sus decisiones manchadas por el odio emanado de sus rencores, a todo aquel o aquellos que difieran de su manera de pensar, o que en otro momento le quedaron a deber el triunfo de su narcisismo.
Llegar al poder lleno de rencores, es un riego doble. El primero en dañarse es quien los padece, lo menos que arrastra además de su amargura emocional, son enfermedades asociadas a los sentimientos como hipertensión arterial, enfermedades del corazón, diabetes, dislipidemias, trastornos circulatorios, en fin… desequilibrios físicos y mentales que no lo dejan vivir en paz.
Los que también pagan el precio de los rencores, son los gobernados, aquellos subordinados al poder transitorio y cíclico de un régimen político representado por alguien cuyos rencores lo lastiman a él y a los demás.
Muchos conflictos se pueden evitar si gobierno y gobernados viven en armonía, si no existen rencores que contaminen la buena relación esperada, el precio de los rencores puede lastimar la salud, la vida y la libertad.