Por David Uriarte /
Una cosa es tener una enfermedad mental por falla estructural o funcional del cerebro, y otra cosa es tener un cerebro sano que aprende a sufrir. Los aprendizajes empiezan en la infancia, cuando el cerebro está en proceso de interconexión neuronal, es entonces cuando inician los aprendizajes por modelaje o por instrucciones.
Los aprendizajes modelan la conducta sin importar su origen, es decir, da lo mismo aprender por imitación que por instrucción, al final el cerebro aprende a creer, pensar o hacer cosas siguiendo un molde como el agua sigue su cauce.
Los niños que aprendieron a sufrir hoy son los adultos expertos en sufrimiento, los niños que aprendieron a tolerar las frustraciones, hoy son los expertos en el bienestar, son los que buscan el cómo sí.
Los adultos expertos en sufrir o aquellos que a cada solución le ven un problema, pueden morir así, pueden sufrir toda la vida y pueden tocar muchas puertas de ayuda sin lograr modificar el resorte de su sufrimiento, en ellos, puede más la memoria del sufrimiento, que el aprendizaje del bienestar.
Muchas personas durante el curso de sus vidas experimentan el precio del sufrimiento en la desadaptación de la vida de relación, aprendieron a sufrir solos y acompañados, con sus hermanos, con sus padres, con sus parejas, con sus hijos, con la vida en general… son expertos en buscar y encontrar culpables. Justifican su “mala suerte” por todo, menos por ellos mismos, es decir, no encuentran el origen de su desadaptación o intolerancia a la frustración, porque no saben o no se acuerdan de que todo empezó en la niñez.
Muchas personas antes de morir logran darse cuenta de dos cosas: primero, que invirtieron mucho tiempo en buscar culpables y justificar su sufrimiento; y segundo, que gracias a la cercanía inminente de su muerte, entienden que tolerar la frustración, es la fuente milagrosa del bienestar.
Tolerar la frustración no significa ponerse de tapete ante las adversidades de la vida, tolerar la frustración significa darse cuenta (tomar conciencia) de que sigue siendo el niño berrinchudo que aprendió a que los demás contentaran sus deseos. A veces el aprendizaje llega cuando ya se va a apagar la luz de la vida, a veces no llega.